El
doctor Martín –o Lucas, o Morenazo, que ya no sé cómo llamarlo– sale delante de
mí por el pasillo hacia los ascensores. Joder, desde que leí hace ya algún
tiempo varias de las novelas eróticas más famosas, estoy bastante obsesionada
con la supuesta tensión, o atracción, que se crea en esos cubículos del
infierno. Como es obvio, no espero que a este hombre, que parece un ángel caído
del cielo, le atraiga yo lo más mínimo, a pesar del comentario que hizo Sofía
durante el café. Pero no puedo evitar sentir algún tipo de esperanza de que se
abalance sobre mí cual escena de película americana.
Una
vez nos encontramos frente a las puertas metálicas, Morenazo –creo que lo
llamaré así a partir de ahora, aunque sea solo mentalmente– le da al botón de
llamada y ambos esperamos en silencio a que llegue a nuestro piso.
—¿Qué
tal te van las cosas en el hospital? —Joder, es la típica pregunta formal que
se hace cuando no se sabe de qué hablar. Menos mal que no me ha preguntado por
el tiempo. Fiuuuu.
—Pues
bien. La verdad es que estoy súper a gusto aquí —le digo con una sonrisa
educada.
Por
fin, las puertas se abren y ambos entramos apretujándonos contra el resto de
gente que se encuentra dentro.
Tenemos
la cara casi apoyada contra el metal ya que el ascensor está abarrotado, así
que es un poco incomodo.
Y
vale, sí, se ha creado un poco de tensión, pero más que nada porque siento el
calor que irradia de su mano, que se encuentra a escasos centímetros de la mía.
De hecho, tengo la sensación de que cada vez está más cerca.
No
sé a dónde mirar. ¿Qué está pasando aquí? ¿Me está tocando la mano sin querer o
lo hace a propósito?
Por
suerte, no tengo que darle muchas más vueltas porque, cuando siento que su piel
ya roza la mía, las puertas se abren y salgo escopetada hacia la entrada del
hospital. Él me sigue y, al girarme, veo que sonríe satisfecho.
¡Qué
cabrón! Lo ha hecho a propósito.
—¿Dónde
quieres ir a comer? —le pregunto intentando hacerme la tonta.
Su
sonrisa no desaparece, y tengo que admitir que el juego, a pesar de ponerme de
los nervios, me resulta excitante.
—Tú
eres la que trabaja aquí, ¿a dónde ibas a ir a comer? —responde él tan
tranquilo.
Pues
iba a comer a mi casa, la verdad. Pero estoy segura de haber dejado unas bragas
en el baño y la cena de ayer sin recoger. Así que lo mejor será que vayamos a
comer por ahí.
—¿Te
gusta la comida japonesa? —Espero que diga que sí, porque hay un restaurante
genial a la vuelta de la esquina.
—Me
encanta la comida japonesa —responde él. Y no sé por qué, si es por el tono de
su voz o por su cara, que me parece que no estamos hablando de comida japonesa.
Salimos
del hospital y nos dirigimos calle abajo hacia el restaurante en cuestión. No
es que sea un «tres tenedores», o tres palillos
para el caso, pero el sushi está de muerte y tienen cervezas de importación.
Y,
como hacía mucho tiempo que no me pasaba, mi mente se queda totalmente en
blanco. En realidad, no paro de darle vueltas al hecho de que él esté aquí,
caminando hacia un restaurante japonés conmigo. Y, solo pensar en comer delante
de él, me hace sentir tal vergüenza que se me encoge un poco el estómago.
Madre
mía, hará como diez años que no tenía esa sensación en el cuerpo y todavía no
he decidido si me gusta o no.
El
problema es la razón de mi vergüenza. Que vayamos a comer juntos no es lo que
me preocupa, sino que es el acto en sí de comer delante de un hombre tan
atractivo como él, y que pueda pensar que no tengo modales o que como demasiado
para tener el culo tan gordo. A lo mejor debería volver a ponerme a dieta.
Mierda,
pero ¿qué estoy haciendo?
Por
el amor de Dios. Soy una mujer adulta, independiente, atractiva a mi manera y
estoy teniendo una conversación interna como si fuera una chiquilla de quince
años.
Estamos
a punto de entrar al restaurante cuando caigo en que mi conversación conmigo
misma ha impedido que sea capaz de pronunciar una palabra. Veo que gira la
cabeza hacia mí y entonces me doy cuenta de que está esperando la respuesta a
una pregunta que no he escuchado.
—¿Perdona?
—pregunto, volviendo al mundo real.
Vamos
que, a este paso, el chico se va pensar que me han regalado el título en una
tómbola, porque las cuatro palabras que he cruzado con él han sido bastante
absurdas.
—Decía
que si es este el restaurante —responde él divertido. Claro que está divertido,
cómo no iba a estarlo. Estoy haciendo un ridículo espantoso.
Vamos,
Elena, céntrate un poco, hija.
—Ah,
sí, sí, este es.
Abre
la puerta y pasa primero, pero me la sostiene para que pueda entrar yo también.
Cuando atravieso el umbral, sin querer, rozo mi hombro contra su pecho y él me
mira de manera extraña.
—Perdón
—digo.
Le
pido perdón tanto por la manera en la que me mira, como por la forma en la que
he sentido un cosquilleo subir desde el hombro hasta la base del cuello. De
todas formas, la intensidad en su mirada me hace sentir un poco incomoda. Ni
que le hubiera pisado un pie hasta romperle las uñas de los cinco dedos.
Jope,
ha sido sin querer.
No
me responde, pero sigue mirándome de una manera demasiado intensa para el caso.
En serio, este tío va a acabar con mis nervios. ¿Por qué también se comporta de
una manera tan extraña?
Uno
de los camareros supuestamente japonés, pero que podría ser chino, filipino o
tailandés y me parecería igual, aparece de la nada y siento un gran alivio. Le
digo que queremos una mesa para dos y nos dirige a una zona al fondo del local,
donde hay varias mesas pequeñas.
Camino
justo detrás del camarero sintiendo que las células de mi nuca están muriendo
achicharradas por la fuerza de la mirada de una persona que me sigue bien de
cerca. Lucas. El doctor Martín. Morenazo para los/as amigos/as. No puedo evitar
que se me escape una risita triste porque toda esta historia me recuerda a la
sensación que describen algunas de las protagonistas de las películas
románticas que, a pesar de mi edad, sigo viendo porque aún tengo la esperanza
de que una persona como la que aparece en esas historias exista en el mundo
para mí. Y lo malo es que, en estos instantes, estoy depositando todas mis
ilusiones en una persona que acabo de conocer apenas unas horas atrás y de la
que no sé nada en absoluto, más allá de que es un genio en su trabajo. Pero aún
peor es que también en estos momentos se me aparece en la mente la imagen de un
guapísimo cirujano rubio con los ojos azules que me ha deseado suerte esta
mañana en el ascensor.
Veo
que mis pensamientos están yendo a la deriva y me enfado conmigo misma de
nuevo.
Por
favor, Elena, que tienes treinta y un añazos ya. Deja de pensar en gilipolleces
y ponte seria. Demuéstrale a este tipo que eres tan o más válida que él en tu
trabajo y déjale con la boca bien abierta.
Y
así lo hago. Cuando nos sentamos en la mesa, le recomiendo algunos de mis
platos favoritos y él parece aceptarlos sin apenas mirar de qué están
compuestos. El camarero vuelve a tomarnos la nota y varios minutos después, con
una Asahi[1]
entre las manos, soy capaz de despejar mi mente lo suficiente como para hablar
única y exclusivamente de trabajo.
Lucas
parece haberse dado cuenta de mi cambio de actitud, porque él también ha tomado
una posición profesional, pero relajada. Me gusta esto. Adoro mi trabajo y me
gusta que las personas de mí alrededor lo respeten y lo valoren tanto como yo.
Y, por lo que veo, Lucas está muy implicado en la causa. Me cuenta por encima
en qué se ha basado su investigación desde Estados Unidos y ambos discutimos un
par de temas en los que discrepamos. La medicina es universal, pero los
enfoques en la investigación son tan variados que es fácil ver pasar las horas
hablando del tema. Y, a pesar de haber tenido una actitud un poco frívola y
ligona con anterioridad, ahora mismo me está demostrando lo buen profesional
que es y todo lo que sabe acerca del tema. Cuando me cuenta cosas de las que yo
no estoy enterada, me explica con tranquilidad todo aquello en lo que tengo
dudas. Y adoro su manera de explicarlo, porque no me hace sentir estúpida. Al
contrario, veo que disfruta contándomelo.
Me
da la impresión de que Lucas es de esas personas apasionadas, que se implica en
lo que hace. Sonríe y le brillan los ojos cuando me cuenta anécdotas graciosas
con sus pacientes en Estados Unidos. Y veo su dolor cuando me habla acerca de
algunos de sus fracasos profesionales. Lo malo de ser médico es que nuestros
fracasos, la mayoría de las veces, se traducen en muertes. Y, por mucho que la
gente no sea consciente de ello, una muerte es tan o más dura para nosotros que
para el resto porque siempre seremos conscientes de que, si hubiéramos hecho
algo, quizás la vida del paciente se hubiera alargado algunos minutos, u horas,
o meses…
Cuando
terminamos de comer, sonrío satisfecha porque la verdad es que ha sido todo un
éxito. Además de que la comida ha sido exquisita, la compañía ha sido
inmejorable. Al menos tratándose de una comida de trabajo. Y, ¡qué coño!,
personal también.
Me
levanto un segundo con la disculpa de ir al baño, pero voy a pagar la cuenta.
Soy consciente de esa falsa modestia que tienen muchos hombres invitando a las
mujeres a comer y no me gusta. Yo tengo un sueldo igual que el suyo, así que
estamos en igualdad de condiciones y prefiero pagar yo la comida.
Cuando
vuelvo a la mesa, él me mira enfadado, con el ceño fruncido.
—El
camarero me dice que ya has pagado la comida.
Le
sonrío con picardía y me encojo de hombros.
—Acabas
de empezar a trabajar en el hospital. ¿No puedes aceptar un poco de amabilidad
por parte de tu compañera, con la que vas a trabajar “codo con codo”?
Intento
sonar todo lo seria que me es posible, pero una risita se escapa de entre mis
labios.
—Además
—añado—, por lo que veo, tu intención era la misma que la mía al intentar pagar
a escondidas. —Le sonrío abiertamente y él frunce los labios evitando revelar
una sonrisa—. Mira, si quieres me puedes invitar a un café y estamos en paz.
—Una
comida se paga con una cena —sentencia él con una ceja levantada—. Pero, de
todas formas, da por hecho ese café.
Se
levanta de la mesa y me ofrece la mano para ayudarme a levantarme también. Se
la cojo con una sonrisa y nos despedimos del camarero con educación mientras
salimos hacia la calle. La mano de Lucas se ha localizado en la parte baja de
mi espalda con la excusa de empujarme
hacia la salida, pero no me molesta.
La
verdad es que es un chico muy majo y que me cae muy bien. Y es guapo como para
echarse a temblar. Así que no seré yo la que se queje. Siempre y cuando la mano
se mantenga en esa zona, y no la desvíe hacia las lorcillas que me saca
el pantalón por los costados. Pero, shhhhh, ese será nuestro secretito.
—¿Tomamos
el café en mi casa? —me pregunta—. No vivo demasiado lejos y el paseo nos
servirá para bajar un poco la comida.
Mmm,
¿por qué no? Venga, Elena, haz algo valiente por una vez en tu vida.
—Vale
—le respondo sonriente.
Me
devuelve la sonrisa y me indica con una mano cuál es el camino. Echamos a andar
en dirección a su casa, cuando siento una vibración en mi bolso.
Meto
la mano en busca de este vibrador con capacidad súper mágica de realizar
llamadas y miro la pantalla.
«Luis»
Genial.
Deslizo el dedo para descolgar la llamada.
—¿Sí?
—Elena. —Su voz suena un poco… ¿seria?—. ¿Cómo te fue esta mañana?
—Hola,
Luis. —Miro de refilón a Lucas, que me observa mientras hablo por teléfono. Me
parece haber detectado un pequeño fruncimiento de cejas al escuchar el nombre
de mi amigo—. Ha ido bien, pero no me han dado el puesto.
—¿¡Cómo que no te
lo han dado!? —exclama
medio gritando al otro lado del auricular.
—Pues
eso, que no —le digo un poco exasperada—. La verdad es que ahora mismo no puedo
hablar, Luis. —Vuelvo a mirar a Lucas, que sigue pendiente de cada palabra que
digo—. Pero no te preocupes, ¿vale? Estoy perfectamente.
—¿Con quién estás
que no puedes hablar?
—pregunta escéptico.
—Estoy
con Lucas Martín, mi nuevo compañero.
—¿Lucas Martín? —pregunta sorprendido—. Lucas Martín… —repite pensativo—. ¿De qué me suena?
—No
sé, Luis. Habrás leído algún artículo suyo en Nature…
—Hostias, ¿es tu nuevo compañero?
—Sí,
Luis, y está esperando a que termine de hablar contigo para poder invitarme a
un café.
—Joder, Len, cómo te las gastas. Vale, vale.
Ya me contarás.
—Vale,
ciao.
—Un
beso. —Hace una
pausa—. ¿Elena?
—¿Sí,
Luis? —pregunto un poco impaciente.
—Guapa.
Y
cuelga.
Hala,
como siempre ya me ha dejado con la baba colgando. Es que, de verdad, ¿¡qué he
hecho yo para merecer esto!?
Grrrrrr,
me gruño a mí misma por ser tan pava. Tiro el móvil en el bolso sin mucho
cuidado, a sabiendas de que va a caer sobre una montañita de papeles y vuelvo a
dirigir toda mi atención hacia Lucas.
—Perdona
por esta interrupción —me disculpo con cara compungida.
—¿Era
tu novio? —me suelta él en un exabrupto.
—¿Mi
novio? —pregunto sorprendida—. ¿Quién? ¿Luis? —Me carcajeo—. No, no, qué va.
—Pero,
¿estáis liados? —insiste.
—Huy,
mucho interés veo ahí por mi vida amorosa —bromeo. Levanta una ceja,
impaciente, lo que me hace responder—. No, Lucas. Estoy bastante soltera por el
momento. Y, como siga así, entera también… —Susurro esto último mirando de
manera disimulada hacia otro lado.
—Bien
—sentencia él—. Ya hemos llegado —añade mirando hacia un portal con una puerta
negra muy moderna. Levanto la vista hacia arriba, observando el edificio, y veo
que es una de las nuevas construcciones que han hecho a varias manzanas del
hospital. Unos pisos que siempre miro con ojos golosos cuando paso por ahí con
el coche. Le echo una mirada llena de odio por tener un piso de esos que yo
quiero.
—¿Qué?
¿Por qué me miras así? —pregunta divertido.
—Vives
en uno de los pisos que siempre he querido para mí. Ahora mismo te odio un
poco.
Se
ríe de mí, claramente, y niega con la cabeza.
—Anda,
tonta. Pasa, que te lo enseño.
Entramos
en un portal precioso. De esos minimalistas, todo blanco y con espejos. El
único toque de color lo dan varios ficus en las esquinas subidos en unas
mesitas plateadas. Cuanto más veo, peor me cae.
En
serio.
¿Por
qué un hombre puede vivir en una casa tan bonita si no la va a apreciar?
(L)(L)(L)
ResponderEliminar;) ;) ;) ;)
Guapa!
Eliminar:)
Muuuuuuuuuua
Ya me tienes por aquí¡¡¡
ResponderEliminarQuién sabe si los hombres podemos apreciar la belleza aunque no lo demostremos¡¡¡ jajajajaja¡¡¡
Un beso¡¡¡
Jajajaja estoy segura de que sí!!! Pero son palabras de Elena y no mías!!! Jjajajjajajaj y es el odio el que habla por ella :)
EliminarUn besazo!