domingo, 19 de abril de 2015

Codo con codo - Capítulo 3

El doctor Martín –o Lucas, o Morenazo, que ya no sé cómo llamarlo– sale delante de mí por el pasillo hacia los ascensores. Joder, desde que leí hace ya algún tiempo varias de las novelas eróticas más famosas, estoy bastante obsesionada con la supuesta tensión, o atracción, que se crea en esos cubículos del infierno. Como es obvio, no espero que a este hombre, que parece un ángel caído del cielo, le atraiga yo lo más mínimo, a pesar del comentario que hizo Sofía durante el café. Pero no puedo evitar sentir algún tipo de esperanza de que se abalance sobre mí cual escena de película americana.
Una vez nos encontramos frente a las puertas metálicas, Morenazo –creo que lo llamaré así a partir de ahora, aunque sea solo mentalmente– le da al botón de llamada y ambos esperamos en silencio a que llegue a nuestro piso.
—¿Qué tal te van las cosas en el hospital? —Joder, es la típica pregunta formal que se hace cuando no se sabe de qué hablar. Menos mal que no me ha preguntado por el tiempo. Fiuuuu.
—Pues bien. La verdad es que estoy súper a gusto aquí —le digo con una sonrisa educada.
Por fin, las puertas se abren y ambos entramos apretujándonos contra el resto de gente que se encuentra dentro.
Tenemos la cara casi apoyada contra el metal ya que el ascensor está abarrotado, así que es un poco incomodo.
Y vale, sí, se ha creado un poco de tensión, pero más que nada porque siento el calor que irradia de su mano, que se encuentra a escasos centímetros de la mía. De hecho, tengo la sensación de que cada vez está más cerca.
No sé a dónde mirar. ¿Qué está pasando aquí? ¿Me está tocando la mano sin querer o lo hace a propósito?
Por suerte, no tengo que darle muchas más vueltas porque, cuando siento que su piel ya roza la mía, las puertas se abren y salgo escopetada hacia la entrada del hospital. Él me sigue y, al girarme, veo que sonríe satisfecho.
¡Qué cabrón! Lo ha hecho a propósito.
—¿Dónde quieres ir a comer? —le pregunto intentando hacerme la tonta.
Su sonrisa no desaparece, y tengo que admitir que el juego, a pesar de ponerme de los nervios, me resulta excitante.
—Tú eres la que trabaja aquí, ¿a dónde ibas a ir a comer? —responde él tan tranquilo.
Pues iba a comer a mi casa, la verdad. Pero estoy segura de haber dejado unas bragas en el baño y la cena de ayer sin recoger. Así que lo mejor será que vayamos a comer por ahí.
—¿Te gusta la comida japonesa? —Espero que diga que sí, porque hay un restaurante genial a la vuelta de la esquina.
—Me encanta la comida japonesa —responde él. Y no sé por qué, si es por el tono de su voz o por su cara, que me parece que no estamos hablando de comida japonesa.
Salimos del hospital y nos dirigimos calle abajo hacia el restaurante en cuestión. No es que sea un «tres tenedores», o tres palillos para el caso, pero el sushi está de muerte y tienen cervezas de importación.
Y, como hacía mucho tiempo que no me pasaba, mi mente se queda totalmente en blanco. En realidad, no paro de darle vueltas al hecho de que él esté aquí, caminando hacia un restaurante japonés conmigo. Y, solo pensar en comer delante de él, me hace sentir tal vergüenza que se me encoge un poco el estómago.
Madre mía, hará como diez años que no tenía esa sensación en el cuerpo y todavía no he decidido si me gusta o no.
El problema es la razón de mi vergüenza. Que vayamos a comer juntos no es lo que me preocupa, sino que es el acto en sí de comer delante de un hombre tan atractivo como él, y que pueda pensar que no tengo modales o que como demasiado para tener el culo tan gordo. A lo mejor debería volver a ponerme a dieta.
Mierda, pero ¿qué estoy haciendo?
Por el amor de Dios. Soy una mujer adulta, independiente, atractiva a mi manera y estoy teniendo una conversación interna como si fuera una chiquilla de quince años.
Estamos a punto de entrar al restaurante cuando caigo en que mi conversación conmigo misma ha impedido que sea capaz de pronunciar una palabra. Veo que gira la cabeza hacia mí y entonces me doy cuenta de que está esperando la respuesta a una pregunta que no he escuchado.
—¿Perdona? —pregunto, volviendo al mundo real.
Vamos que, a este paso, el chico se va pensar que me han regalado el título en una tómbola, porque las cuatro palabras que he cruzado con él han sido bastante absurdas.
—Decía que si es este el restaurante —responde él divertido. Claro que está divertido, cómo no iba a estarlo. Estoy haciendo un ridículo espantoso.
Vamos, Elena, céntrate un poco, hija.
—Ah, sí, sí, este es.
Abre la puerta y pasa primero, pero me la sostiene para que pueda entrar yo también. Cuando atravieso el umbral, sin querer, rozo mi hombro contra su pecho y él me mira de manera extraña.
—Perdón —digo.
Le pido perdón tanto por la manera en la que me mira, como por la forma en la que he sentido un cosquilleo subir desde el hombro hasta la base del cuello. De todas formas, la intensidad en su mirada me hace sentir un poco incomoda. Ni que le hubiera pisado un pie hasta romperle las uñas de los cinco dedos.
Jope, ha sido sin querer.
No me responde, pero sigue mirándome de una manera demasiado intensa para el caso. En serio, este tío va a acabar con mis nervios. ¿Por qué también se comporta de una manera tan extraña?
Uno de los camareros supuestamente japonés, pero que podría ser chino, filipino o tailandés y me parecería igual, aparece de la nada y siento un gran alivio. Le digo que queremos una mesa para dos y nos dirige a una zona al fondo del local, donde hay varias mesas pequeñas.
Camino justo detrás del camarero sintiendo que las células de mi nuca están muriendo achicharradas por la fuerza de la mirada de una persona que me sigue bien de cerca. Lucas. El doctor Martín. Morenazo para los/as amigos/as. No puedo evitar que se me escape una risita triste porque toda esta historia me recuerda a la sensación que describen algunas de las protagonistas de las películas románticas que, a pesar de mi edad, sigo viendo porque aún tengo la esperanza de que una persona como la que aparece en esas historias exista en el mundo para mí. Y lo malo es que, en estos instantes, estoy depositando todas mis ilusiones en una persona que acabo de conocer apenas unas horas atrás y de la que no sé nada en absoluto, más allá de que es un genio en su trabajo. Pero aún peor es que también en estos momentos se me aparece en la mente la imagen de un guapísimo cirujano rubio con los ojos azules que me ha deseado suerte esta mañana en el ascensor.
Veo que mis pensamientos están yendo a la deriva y me enfado conmigo misma de nuevo.
Por favor, Elena, que tienes treinta y un añazos ya. Deja de pensar en gilipolleces y ponte seria. Demuéstrale a este tipo que eres tan o más válida que él en tu trabajo y déjale con la boca bien abierta.
Y así lo hago. Cuando nos sentamos en la mesa, le recomiendo algunos de mis platos favoritos y él parece aceptarlos sin apenas mirar de qué están compuestos. El camarero vuelve a tomarnos la nota y varios minutos después, con una Asahi[1] entre las manos, soy capaz de despejar mi mente lo suficiente como para hablar única y exclusivamente de trabajo.
Lucas parece haberse dado cuenta de mi cambio de actitud, porque él también ha tomado una posición profesional, pero relajada. Me gusta esto. Adoro mi trabajo y me gusta que las personas de mí alrededor lo respeten y lo valoren tanto como yo. Y, por lo que veo, Lucas está muy implicado en la causa. Me cuenta por encima en qué se ha basado su investigación desde Estados Unidos y ambos discutimos un par de temas en los que discrepamos. La medicina es universal, pero los enfoques en la investigación son tan variados que es fácil ver pasar las horas hablando del tema. Y, a pesar de haber tenido una actitud un poco frívola y ligona con anterioridad, ahora mismo me está demostrando lo buen profesional que es y todo lo que sabe acerca del tema. Cuando me cuenta cosas de las que yo no estoy enterada, me explica con tranquilidad todo aquello en lo que tengo dudas. Y adoro su manera de explicarlo, porque no me hace sentir estúpida. Al contrario, veo que disfruta contándomelo.
Me da la impresión de que Lucas es de esas personas apasionadas, que se implica en lo que hace. Sonríe y le brillan los ojos cuando me cuenta anécdotas graciosas con sus pacientes en Estados Unidos. Y veo su dolor cuando me habla acerca de algunos de sus fracasos profesionales. Lo malo de ser médico es que nuestros fracasos, la mayoría de las veces, se traducen en muertes. Y, por mucho que la gente no sea consciente de ello, una muerte es tan o más dura para nosotros que para el resto porque siempre seremos conscientes de que, si hubiéramos hecho algo, quizás la vida del paciente se hubiera alargado algunos minutos, u horas, o meses…
Cuando terminamos de comer, sonrío satisfecha porque la verdad es que ha sido todo un éxito. Además de que la comida ha sido exquisita, la compañía ha sido inmejorable. Al menos tratándose de una comida de trabajo. Y, ¡qué coño!, personal también.
Me levanto un segundo con la disculpa de ir al baño, pero voy a pagar la cuenta. Soy consciente de esa falsa modestia que tienen muchos hombres invitando a las mujeres a comer y no me gusta. Yo tengo un sueldo igual que el suyo, así que estamos en igualdad de condiciones y prefiero pagar yo la comida.
Cuando vuelvo a la mesa, él me mira enfadado, con el ceño fruncido.
—El camarero me dice que ya has pagado la comida.
Le sonrío con picardía y me encojo de hombros.
—Acabas de empezar a trabajar en el hospital. ¿No puedes aceptar un poco de amabilidad por parte de tu compañera, con la que vas a trabajar “codo con codo”?
Intento sonar todo lo seria que me es posible, pero una risita se escapa de entre mis labios.
—Además —añado—, por lo que veo, tu intención era la misma que la mía al intentar pagar a escondidas. —Le sonrío abiertamente y él frunce los labios evitando revelar una sonrisa—. Mira, si quieres me puedes invitar a un café y estamos en paz.
—Una comida se paga con una cena —sentencia él con una ceja levantada—. Pero, de todas formas, da por hecho ese café.
Se levanta de la mesa y me ofrece la mano para ayudarme a levantarme también. Se la cojo con una sonrisa y nos despedimos del camarero con educación mientras salimos hacia la calle. La mano de Lucas se ha localizado en la parte baja de mi espalda con la excusa de empujarme hacia la salida, pero no me molesta.
La verdad es que es un chico muy majo y que me cae muy bien. Y es guapo como para echarse a temblar. Así que no seré yo la que se queje. Siempre y cuando la mano se mantenga en esa zona, y no la desvíe hacia las lorcillas que me saca el pantalón por los costados. Pero, shhhhh, ese será nuestro secretito.
—¿Tomamos el café en mi casa? —me pregunta—. No vivo demasiado lejos y el paseo nos servirá para bajar un poco la comida.
Mmm, ¿por qué no? Venga, Elena, haz algo valiente por una vez en tu vida.
—Vale —le respondo sonriente.
Me devuelve la sonrisa y me indica con una mano cuál es el camino. Echamos a andar en dirección a su casa, cuando siento una vibración en mi bolso.
Meto la mano en busca de este vibrador con capacidad súper mágica de realizar llamadas y miro la pantalla.
«Luis»
Genial. Deslizo el dedo para descolgar la llamada.
—¿Sí?
Elena. —Su voz suena un poco… ¿seria?—. ¿Cómo te fue esta mañana?
—Hola, Luis. —Miro de refilón a Lucas, que me observa mientras hablo por teléfono. Me parece haber detectado un pequeño fruncimiento de cejas al escuchar el nombre de mi amigo—. Ha ido bien, pero no me han dado el puesto.
—¿¡Cómo que no te lo han dado!? —exclama medio gritando al otro lado del auricular.
—Pues eso, que no —le digo un poco exasperada—. La verdad es que ahora mismo no puedo hablar, Luis. —Vuelvo a mirar a Lucas, que sigue pendiente de cada palabra que digo—. Pero no te preocupes, ¿vale? Estoy perfectamente.
—¿Con quién estás que no puedes hablar? —pregunta escéptico.
—Estoy con Lucas Martín, mi nuevo compañero.
¿Lucas Martín? —pregunta sorprendido—. Lucas Martín… —repite pensativo—. ¿De qué me suena?
—No sé, Luis. Habrás leído algún artículo suyo en Nature…
Hostias, ¿es tu nuevo compañero?
—Sí, Luis, y está esperando a que termine de hablar contigo para poder invitarme a un café.
Joder, Len, cómo te las gastas. Vale, vale. Ya me contarás.
—Vale, ciao.
Un beso. —Hace una pausa—. ¿Elena?
—¿Sí, Luis? —pregunto un poco impaciente.
Guapa.
Y cuelga.
Hala, como siempre ya me ha dejado con la baba colgando. Es que, de verdad, ¿¡qué he hecho yo para merecer esto!?
Grrrrrr, me gruño a mí misma por ser tan pava. Tiro el móvil en el bolso sin mucho cuidado, a sabiendas de que va a caer sobre una montañita de papeles y vuelvo a dirigir toda mi atención hacia Lucas.
—Perdona por esta interrupción —me disculpo con cara compungida.
—¿Era tu novio? —me suelta él en un exabrupto.
—¿Mi novio? —pregunto sorprendida—. ¿Quién? ¿Luis? —Me carcajeo—. No, no, qué va.
—Pero, ¿estáis liados? —insiste.
—Huy, mucho interés veo ahí por mi vida amorosa —bromeo. Levanta una ceja, impaciente, lo que me hace responder—. No, Lucas. Estoy bastante soltera por el momento. Y, como siga así, entera también… —Susurro esto último mirando de manera disimulada hacia otro lado.
—Bien —sentencia él—. Ya hemos llegado —añade mirando hacia un portal con una puerta negra muy moderna. Levanto la vista hacia arriba, observando el edificio, y veo que es una de las nuevas construcciones que han hecho a varias manzanas del hospital. Unos pisos que siempre miro con ojos golosos cuando paso por ahí con el coche. Le echo una mirada llena de odio por tener un piso de esos que yo quiero.
—¿Qué? ¿Por qué me miras así? —pregunta divertido.
—Vives en uno de los pisos que siempre he querido para mí. Ahora mismo te odio un poco.
Se ríe de mí, claramente, y niega con la cabeza.
—Anda, tonta. Pasa, que te lo enseño.
Entramos en un portal precioso. De esos minimalistas, todo blanco y con espejos. El único toque de color lo dan varios ficus en las esquinas subidos en unas mesitas plateadas. Cuanto más veo, peor me cae.
En serio.
¿Por qué un hombre puede vivir en una casa tan bonita si no la va a apreciar?




[1] Cerveza japonesa.

4 comentarios:

  1. Ya me tienes por aquí¡¡¡
    Quién sabe si los hombres podemos apreciar la belleza aunque no lo demostremos¡¡¡ jajajajaja¡¡¡
    Un beso¡¡¡

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    1. Jajajaja estoy segura de que sí!!! Pero son palabras de Elena y no mías!!! Jjajajjajajaj y es el odio el que habla por ella :)
      Un besazo!

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