domingo, 26 de abril de 2015

Codo con codo - Capítulo 4

En el frente del portal se encuentran dos ascensores, así que caminamos en silencio hacia ellos. Lucas le da al botón de llamada y a mí me empiezan a temblar un poco las rodillas.
Después de la comida, me sentía lo bastante valiente para ir a su casa y tomar un café tranquilo. Pero ahora los nervios comienzan a apoderarse de mí.
¿Qué pasará ahí arriba? O mejor dicho… ¿pasará algo?
Ay, Dios. Me odio a mí misma por ser así. Tengo la impresión de que nunca seré lo suficiente adulta como para superar este tipo de miedos. Y más cuando mi subconsciente cabrón, ese que siempre me hace echarme para atrás cuando las cosas vienen un poco más complicadas, está pugnando por salir para hacerme correr en dirección contraria.
—Estás muy callada, ¿no? —Menos mal que Lucas interrumpe mi torrente de pensamientos. No es que yo me considere una persona negativa en especial, pero reconozco que me acojono enseguida. Y, aunque me esfuerzo mucho en superar mis miedos y paranoias, me cuesta mantener el tipo en según qué ocasiones.
—Solo estaba pensando —respondo quizás demasiado bajo. No es hasta que me sale la voz entrecortada que me doy cuenta de lo nerviosa que estoy en realidad.
—¿Y qué pensabas exactamente? —me pregunta divertido.
—Pues… Nada. Supongo. —La falta de firmeza de mis palabras hace que Lucas me sonría con lo que detecto que es un poco de ternura.
La verdad es que, con independencia de su físico imponente, me hace sentir muy cómoda. No es de esos tíos que se creen los reyes del mundo solo por ser guapos y listos. No sé. Me parece que se esfuerza por caerle bien a la gente y que aún no se ha dado por vencido en cuanto a lo que le queda por aprender de los demás. Las personas así me gustan. Lucas me gusta. Mierda. ¿De verdad he admitido eso? Vaya, ahora sí que estoy en un buen lío.
—Venga, mujer. Es solo un café. —Me da un ligero toque en el hombro y así se disuelve parte de la tensión que se ha ido creando en el ambiente.
Por suerte, el timbre del ascensor nos avisa de que ya ha llegado. Como es obvio, una vez que nos encontramos en ese recinto metálico de un metro cuadrado, la tensión vuelve a construirse. Me estoy empezando a volver un poco paranoica, porque no sé si soy yo la única que lo siente. Nos colocamos cada uno en una pared del ascensor, mirándonos el uno al otro. Y ahí está otra vez esa sensación, cada vez con más y más intensidad. Siento como si un lazo hubiera unido nuestras pupilas de forma irreversible. Él me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa, nerviosa.
Por fin llegamos a su piso y siento alivio y pérdida a partes iguales cuando salimos al rellano. Lucas no se demora demasiado en abrir la puerta, y pronto nos encontramos en una habitación enorme, espaciosa y muy iluminada que hace de salón y recibidor. A pesar de que pensaba que me encontraría un piso poco amueblado y a medio terminar, la estancia que se presenta ante mí es perfecta. Paredes blancas, suelos de madera oscura, cortinas blancas… Un sofá de cuero oscuro, moderno y precioso, con un equipo de televisión y música completo. Incluso tiene varias plantas, ¡y no están muertas! Tendrá que decirme cómo lo hace porque yo no consigo que me sobrevivan ni los cactus.
Él me observa en silencio mientras yo doy cuenta de todo lo que tiene. Los muebles están escogidos con mucho gusto y, aunque en el aire se nota el toque masculino, es un piso en el que yo podría vivir bien a gusto sin hacer muchas modificaciones.
—Venga, pasa. No te quedes ahí —me dice él haciendo un gesto con la mano—. Siéntate mientras yo preparo el café.
Hago caso a lo que me dice y me siento en el sofá mientras le oigo trastear por la cocina.
—¿Cómo lo quieres? —me grita desde la otra habitación.
—Con leche y sacarina, si tienes. Si no, azúcar está bien —le contesto también a voces.
Sentada desde aquí veo algunas fotografías colgadas en la pared, así que me levanto para observarlas más de cerca. Son en blanco y negro. Hay una de la Torre Eiffel desde abajo, otra de las vistas desde el Empire State, con todo Nueva York en movimiento. Algunas son desde un acantilado, con las vistas al mar. Diría que todas son preciosas.
—Las hizo mi exmujer. —No le había oído llegar, de modo que pego un saltito por el susto. Me giro y veo que deja una bandeja con el café y las tazas en la mesa auxiliar que está frente al sofá y se aproxima a la pared donde están colgadas las fotos.
—¿Estuviste casado? —le pregunto bajito. No sé por qué nos estamos poniendo tan íntimos.
—Sí. Me divorcié hace tres años —responde él aún con la vista fija en las fotografías—. En realidad, hacía ya tiempo que vivíamos vidas totalmente independientes antes de separarnos.
—Vaya. —No sé qué decir—. ¿Estás bien?
—Sí, sí. Como comprenderás, al principio fue duro. Pero ya no nos queríamos, o al menos no de la forma que se supone que tienes que querer a alguien con quien estás casado. Así que decidimos que lo mejor era seguir viviendo el uno sin el otro.
Joder, vaya confesión.
—¿Estuvisteis muchos años juntos?
—Nos conocimos en el instituto. Fue un amor de juventud, supongo.
Joe, tuvo que ser difícil separarse después de tanto tiempo, ¿no?
—Bueno, como te digo, llevábamos ya mucho tiempo viviendo vidas independientes. Cuando me fui a estudiar a Estados Unidos, ella se vino conmigo, y estuvimos viviendo allí varios años. Al principio éramos felices, pero supongo que ella se sentía un poco sola, al estar tan lejos de casa. Al poco tiempo, empezó a estudiar fotografía y, cuando terminó, se convirtió en una gran profesional. Viajaba mucho por trabajo, así que cada vez nos veíamos menos y, cuando lo hacíamos, las cosas ya no eran iguales. —El tono de su voz denota un poco de nostalgia, pero no como si sufriera por ello sino como cuando recuerdas una época en la que fuiste feliz—. Yo me pasaba demasiadas horas en el laboratorio y ella necesitaba salir y entrar para no sentirse atrapada. Así que, cuando me quise dar cuenta, ella ya había viajado por todo el mundo y yo no había podido acompañarla. En fin, —suspira con resignación—, supongo que, si mis sentimientos hacia ella hubieran sido los mismos que tenía cuando era un adolescente, el trabajo no me habría importado tanto.
Le observo en silencio durante todo el discurso. Tiene una voz tan masculina y calmada que me hace sentir que yo también viví esa historia. No sé por qué, pero los ojos se me empañan con lágrimas por una historia de amor que pudo ser y no fue. Y lo peor de todo es que ni siquiera es la mía.
Él parece salir del trance en el que se había visto inmerso, colmado de recuerdos felices y no tan felices, y me mira. Y cuando descubre esas lágrimas que me niego a derramar, se aproxima un par de pasos hacia mí, para quedar a escasos centímetros. Alarga una mano despacio y la pasa por debajo de mis ojos, haciendo que el dique construido con mis párpados se rompa y permitiendo que un par de lágrimas me resbalen por la cara. Las seca con ternura y puedo ver en sus ojos un brillo de complicidad al mirarme sin desviarlos de los míos.
—No llores —susurra.
—No quiero hacerlo —respondo bajito también—. Pero soy una sensiblera. —Me río un poco, haciendo que, al parpadear, caigan unas cuantas lágrimas más.
Él me sonríe, aún con la mirada fija en mis pupilas y me parece que las suyas se hacen un poco más grandes.
De verdad, todo esto se está volviendo demasiado íntimo. Mucho más de lo que estoy dispuesta a soportar. Así que meneo un poco la cabeza, rompiendo el contacto visual.
Mi mente se imagina el sonido de mil cristales al caer, por haber roto este momento tan especial. Pero creo que las consecuencias para mí serían mucho peores si nos ponemos serios y ya no sé si puedo aguantar tantos sentimientos.
Le cojo la mano, que aún sigue bajo mi cara, y se la dejo caer a un lado.
—Bueno, —irrumpo en el silencio con una voz mucho más cargada de energía de lo que correspondería por el momento tan sentimental que acabábamos de vivir— ese café se va a enfriar.
Él me mantiene la mirada unos segundos más, pero, finalmente, se da por vencido y ambos nos dirigimos hacia el sofá.
Como es obvio, la misión de mi vida a partir de este momento va a ser evitar volver a esa situación.
Nada de sensiblerías ni ñoñerías, Elena. Ya eres mayorcita para andar llorando a moco tendido por cualquier chorrada.
—¿Y hace cuánto que llegaste aquí? La casa parece que está muy terminada para llevar solo unos días en España.
—Pues llegué hará un par de semanas, pero la casa ya era mía antes de eso. Como sabía que iba a pasar aquí algún tiempo, la compré sobre los planos hace ya algunos años. De hecho, mi familia vive aquí, así que hace ya tiempo que la utilizo cuando vengo de vacaciones.
—Ah, ¡qué bien! ¿Y cómo es que te decidiste a volver a España? No es por nada, pero ya sabes que aquí la investigación avanza a pasos diminutos. Y no tenemos tanta financiación como en Estados Unidos.
—La verdad es que conozco a Ferrer desde hace varios años y, siempre que hemos coincidido en convenciones, me insistía en que tenía un equipo estupendo, pero que tú sola no podías con todo. Habla maravillas de ti, Elena. —Me ruborizo ligeramente al oír esas palabras. Él alarga la mano y me da un apretón en el antebrazo—. Deberías estar orgullosa. Aunque la razón de peso es que mi padre está bastante enfermo.
Vaya, otra confesión. Hoy es la tarde de las “buenas” noticias.
—Madre mía. Lo siento mucho. ¿Qué le pasa?
—Tiene Alzheimer. Es una putada porque no es tan mayor. Pero mi madre ya no puede atenderlo sola y mi hermana tiene dos niños pequeños. Así que decidí venir aquí el tiempo que durara, para echarles una mano.
Le doy un sorbo al café que me ha servido, procurando no babearme, atragantarme o cualquier catástrofe similar.
—Ya, bueno. Esperemos que todo salga bien.
—Sí, a ver. Aunque, si Ferrer hubiera mencionado antes lo guapa que eres, estoy seguro de que habría venido mucho antes.
Me entra una carcajada nerviosa justo cuando estoy dándole otro sorbo al café, de modo que escupo el líquido salpicando por todas partes, manchándome la cara y los pantalones. Venga, ¡un hurra por mí, que siempre consigo hacer las cosas bien! Yo, como los toreros, tengo que salir siempre por la puerta grande.
Él salta a un lado justo a tiempo, evitando que le caiga todo el contenido de mi boca, pero algunas gotas también le manchan la camisa.
Me entra un ataque de risa y él, viendo el caos montado en menos de un segundo, empieza a desternillarse aún arrinconado en el sofá.
—No llevas bien los cumplidos, ¿no? —consigue decir entre carcajadas.
Ay, Dios. Yo no puedo parar de reírme como una loca. Se me forman lágrimas en las comisuras los ojos y los abdominales empiezan a dolerme de tanto reír. Intento evitar el dolor, colocando un brazo sobre mi abdomen, pero las carcajadas siguen y siguen hasta que solo puedo emitir un quejido lastimero.
Menos mal que hemos roto un poco ese ambiente tan serio. Además, con el ataque de risa, logro liberar parte de la tensión acumulada desde esta mañana. Y cuando, por fin, soy capaz de parar de reír, me siento tranquila y liberada. Me arrebujo un poco contra un lateral del sofá y me esfuerzo en normalizar la respiración que aún se ve afectada, con la típica sonrisa bobalicona después de una cuantas carcajadas.
Él me sonríe también, desde la otra punta del sofá, divertido y con esa chispa de malicia en los ojos que vi esta mañana.
—Hacía tiempo que no me reía tanto por una chorrada —dice él.
—Sí, yo también —confieso, aún sonriendo.
Y ahí está otra vez la tensión. El lazo que se había construido entre nuestras pupilas vuelve a anudarse y cada vez sonreímos un poco menos y nos miramos más fijamente. Él se incorpora sobre sí mismo y avanza despacio por el sofá hasta colocarse sobre mí, pero sin apenas tocarme.
—No te muevas, ¿vale? —dice en un susurro.
Asiento desde abajo, mirando cómo su cara se aproxima más y más hacia la mía, hasta encontrarse a escasos centímetros. Su mirada se desvía de mis ojos a mis labios varias veces, mientras avanza esa distancia que nos separan. Siento el calor que emana su cuerpo, y el olor masculino.
Ay, Dios. ¿Me va a besar?

Levanta una mano hacia mi cara muy despacio y, con el pulgar, me seca una gota de café que se ha quedado suspendida sobre mi labio inferior. La boca se me seca. Sin darme cuenta, deslizo la lengua por el mismo lugar por donde Lucas acaba de pasar el dedo y me humedezco los labios secos. El estómago se me hace una bola de nervios. Él sigue acercándose a mí hasta dejar sus labios tan próximos a los míos que están casi rozándose. Levanta una vez más la vista desde mis labios a mis ojos, como pidiendo permiso. Supongo que está esperando a que le pare, pero no me encuentro en condiciones de hacerlo. Así que continúa aproximándose hasta que nuestras bocas se unen. 


domingo, 19 de abril de 2015

Codo con codo - Capítulo 3

El doctor Martín –o Lucas, o Morenazo, que ya no sé cómo llamarlo– sale delante de mí por el pasillo hacia los ascensores. Joder, desde que leí hace ya algún tiempo varias de las novelas eróticas más famosas, estoy bastante obsesionada con la supuesta tensión, o atracción, que se crea en esos cubículos del infierno. Como es obvio, no espero que a este hombre, que parece un ángel caído del cielo, le atraiga yo lo más mínimo, a pesar del comentario que hizo Sofía durante el café. Pero no puedo evitar sentir algún tipo de esperanza de que se abalance sobre mí cual escena de película americana.
Una vez nos encontramos frente a las puertas metálicas, Morenazo –creo que lo llamaré así a partir de ahora, aunque sea solo mentalmente– le da al botón de llamada y ambos esperamos en silencio a que llegue a nuestro piso.
—¿Qué tal te van las cosas en el hospital? —Joder, es la típica pregunta formal que se hace cuando no se sabe de qué hablar. Menos mal que no me ha preguntado por el tiempo. Fiuuuu.
—Pues bien. La verdad es que estoy súper a gusto aquí —le digo con una sonrisa educada.
Por fin, las puertas se abren y ambos entramos apretujándonos contra el resto de gente que se encuentra dentro.
Tenemos la cara casi apoyada contra el metal ya que el ascensor está abarrotado, así que es un poco incomodo.
Y vale, sí, se ha creado un poco de tensión, pero más que nada porque siento el calor que irradia de su mano, que se encuentra a escasos centímetros de la mía. De hecho, tengo la sensación de que cada vez está más cerca.
No sé a dónde mirar. ¿Qué está pasando aquí? ¿Me está tocando la mano sin querer o lo hace a propósito?
Por suerte, no tengo que darle muchas más vueltas porque, cuando siento que su piel ya roza la mía, las puertas se abren y salgo escopetada hacia la entrada del hospital. Él me sigue y, al girarme, veo que sonríe satisfecho.
¡Qué cabrón! Lo ha hecho a propósito.
—¿Dónde quieres ir a comer? —le pregunto intentando hacerme la tonta.
Su sonrisa no desaparece, y tengo que admitir que el juego, a pesar de ponerme de los nervios, me resulta excitante.
—Tú eres la que trabaja aquí, ¿a dónde ibas a ir a comer? —responde él tan tranquilo.
Pues iba a comer a mi casa, la verdad. Pero estoy segura de haber dejado unas bragas en el baño y la cena de ayer sin recoger. Así que lo mejor será que vayamos a comer por ahí.
—¿Te gusta la comida japonesa? —Espero que diga que sí, porque hay un restaurante genial a la vuelta de la esquina.
—Me encanta la comida japonesa —responde él. Y no sé por qué, si es por el tono de su voz o por su cara, que me parece que no estamos hablando de comida japonesa.
Salimos del hospital y nos dirigimos calle abajo hacia el restaurante en cuestión. No es que sea un «tres tenedores», o tres palillos para el caso, pero el sushi está de muerte y tienen cervezas de importación.
Y, como hacía mucho tiempo que no me pasaba, mi mente se queda totalmente en blanco. En realidad, no paro de darle vueltas al hecho de que él esté aquí, caminando hacia un restaurante japonés conmigo. Y, solo pensar en comer delante de él, me hace sentir tal vergüenza que se me encoge un poco el estómago.
Madre mía, hará como diez años que no tenía esa sensación en el cuerpo y todavía no he decidido si me gusta o no.
El problema es la razón de mi vergüenza. Que vayamos a comer juntos no es lo que me preocupa, sino que es el acto en sí de comer delante de un hombre tan atractivo como él, y que pueda pensar que no tengo modales o que como demasiado para tener el culo tan gordo. A lo mejor debería volver a ponerme a dieta.
Mierda, pero ¿qué estoy haciendo?
Por el amor de Dios. Soy una mujer adulta, independiente, atractiva a mi manera y estoy teniendo una conversación interna como si fuera una chiquilla de quince años.
Estamos a punto de entrar al restaurante cuando caigo en que mi conversación conmigo misma ha impedido que sea capaz de pronunciar una palabra. Veo que gira la cabeza hacia mí y entonces me doy cuenta de que está esperando la respuesta a una pregunta que no he escuchado.
—¿Perdona? —pregunto, volviendo al mundo real.
Vamos que, a este paso, el chico se va pensar que me han regalado el título en una tómbola, porque las cuatro palabras que he cruzado con él han sido bastante absurdas.
—Decía que si es este el restaurante —responde él divertido. Claro que está divertido, cómo no iba a estarlo. Estoy haciendo un ridículo espantoso.
Vamos, Elena, céntrate un poco, hija.
—Ah, sí, sí, este es.
Abre la puerta y pasa primero, pero me la sostiene para que pueda entrar yo también. Cuando atravieso el umbral, sin querer, rozo mi hombro contra su pecho y él me mira de manera extraña.
—Perdón —digo.
Le pido perdón tanto por la manera en la que me mira, como por la forma en la que he sentido un cosquilleo subir desde el hombro hasta la base del cuello. De todas formas, la intensidad en su mirada me hace sentir un poco incomoda. Ni que le hubiera pisado un pie hasta romperle las uñas de los cinco dedos.
Jope, ha sido sin querer.
No me responde, pero sigue mirándome de una manera demasiado intensa para el caso. En serio, este tío va a acabar con mis nervios. ¿Por qué también se comporta de una manera tan extraña?
Uno de los camareros supuestamente japonés, pero que podría ser chino, filipino o tailandés y me parecería igual, aparece de la nada y siento un gran alivio. Le digo que queremos una mesa para dos y nos dirige a una zona al fondo del local, donde hay varias mesas pequeñas.
Camino justo detrás del camarero sintiendo que las células de mi nuca están muriendo achicharradas por la fuerza de la mirada de una persona que me sigue bien de cerca. Lucas. El doctor Martín. Morenazo para los/as amigos/as. No puedo evitar que se me escape una risita triste porque toda esta historia me recuerda a la sensación que describen algunas de las protagonistas de las películas románticas que, a pesar de mi edad, sigo viendo porque aún tengo la esperanza de que una persona como la que aparece en esas historias exista en el mundo para mí. Y lo malo es que, en estos instantes, estoy depositando todas mis ilusiones en una persona que acabo de conocer apenas unas horas atrás y de la que no sé nada en absoluto, más allá de que es un genio en su trabajo. Pero aún peor es que también en estos momentos se me aparece en la mente la imagen de un guapísimo cirujano rubio con los ojos azules que me ha deseado suerte esta mañana en el ascensor.
Veo que mis pensamientos están yendo a la deriva y me enfado conmigo misma de nuevo.
Por favor, Elena, que tienes treinta y un añazos ya. Deja de pensar en gilipolleces y ponte seria. Demuéstrale a este tipo que eres tan o más válida que él en tu trabajo y déjale con la boca bien abierta.
Y así lo hago. Cuando nos sentamos en la mesa, le recomiendo algunos de mis platos favoritos y él parece aceptarlos sin apenas mirar de qué están compuestos. El camarero vuelve a tomarnos la nota y varios minutos después, con una Asahi[1] entre las manos, soy capaz de despejar mi mente lo suficiente como para hablar única y exclusivamente de trabajo.
Lucas parece haberse dado cuenta de mi cambio de actitud, porque él también ha tomado una posición profesional, pero relajada. Me gusta esto. Adoro mi trabajo y me gusta que las personas de mí alrededor lo respeten y lo valoren tanto como yo. Y, por lo que veo, Lucas está muy implicado en la causa. Me cuenta por encima en qué se ha basado su investigación desde Estados Unidos y ambos discutimos un par de temas en los que discrepamos. La medicina es universal, pero los enfoques en la investigación son tan variados que es fácil ver pasar las horas hablando del tema. Y, a pesar de haber tenido una actitud un poco frívola y ligona con anterioridad, ahora mismo me está demostrando lo buen profesional que es y todo lo que sabe acerca del tema. Cuando me cuenta cosas de las que yo no estoy enterada, me explica con tranquilidad todo aquello en lo que tengo dudas. Y adoro su manera de explicarlo, porque no me hace sentir estúpida. Al contrario, veo que disfruta contándomelo.
Me da la impresión de que Lucas es de esas personas apasionadas, que se implica en lo que hace. Sonríe y le brillan los ojos cuando me cuenta anécdotas graciosas con sus pacientes en Estados Unidos. Y veo su dolor cuando me habla acerca de algunos de sus fracasos profesionales. Lo malo de ser médico es que nuestros fracasos, la mayoría de las veces, se traducen en muertes. Y, por mucho que la gente no sea consciente de ello, una muerte es tan o más dura para nosotros que para el resto porque siempre seremos conscientes de que, si hubiéramos hecho algo, quizás la vida del paciente se hubiera alargado algunos minutos, u horas, o meses…
Cuando terminamos de comer, sonrío satisfecha porque la verdad es que ha sido todo un éxito. Además de que la comida ha sido exquisita, la compañía ha sido inmejorable. Al menos tratándose de una comida de trabajo. Y, ¡qué coño!, personal también.
Me levanto un segundo con la disculpa de ir al baño, pero voy a pagar la cuenta. Soy consciente de esa falsa modestia que tienen muchos hombres invitando a las mujeres a comer y no me gusta. Yo tengo un sueldo igual que el suyo, así que estamos en igualdad de condiciones y prefiero pagar yo la comida.
Cuando vuelvo a la mesa, él me mira enfadado, con el ceño fruncido.
—El camarero me dice que ya has pagado la comida.
Le sonrío con picardía y me encojo de hombros.
—Acabas de empezar a trabajar en el hospital. ¿No puedes aceptar un poco de amabilidad por parte de tu compañera, con la que vas a trabajar “codo con codo”?
Intento sonar todo lo seria que me es posible, pero una risita se escapa de entre mis labios.
—Además —añado—, por lo que veo, tu intención era la misma que la mía al intentar pagar a escondidas. —Le sonrío abiertamente y él frunce los labios evitando revelar una sonrisa—. Mira, si quieres me puedes invitar a un café y estamos en paz.
—Una comida se paga con una cena —sentencia él con una ceja levantada—. Pero, de todas formas, da por hecho ese café.
Se levanta de la mesa y me ofrece la mano para ayudarme a levantarme también. Se la cojo con una sonrisa y nos despedimos del camarero con educación mientras salimos hacia la calle. La mano de Lucas se ha localizado en la parte baja de mi espalda con la excusa de empujarme hacia la salida, pero no me molesta.
La verdad es que es un chico muy majo y que me cae muy bien. Y es guapo como para echarse a temblar. Así que no seré yo la que se queje. Siempre y cuando la mano se mantenga en esa zona, y no la desvíe hacia las lorcillas que me saca el pantalón por los costados. Pero, shhhhh, ese será nuestro secretito.
—¿Tomamos el café en mi casa? —me pregunta—. No vivo demasiado lejos y el paseo nos servirá para bajar un poco la comida.
Mmm, ¿por qué no? Venga, Elena, haz algo valiente por una vez en tu vida.
—Vale —le respondo sonriente.
Me devuelve la sonrisa y me indica con una mano cuál es el camino. Echamos a andar en dirección a su casa, cuando siento una vibración en mi bolso.
Meto la mano en busca de este vibrador con capacidad súper mágica de realizar llamadas y miro la pantalla.
«Luis»
Genial. Deslizo el dedo para descolgar la llamada.
—¿Sí?
Elena. —Su voz suena un poco… ¿seria?—. ¿Cómo te fue esta mañana?
—Hola, Luis. —Miro de refilón a Lucas, que me observa mientras hablo por teléfono. Me parece haber detectado un pequeño fruncimiento de cejas al escuchar el nombre de mi amigo—. Ha ido bien, pero no me han dado el puesto.
—¿¡Cómo que no te lo han dado!? —exclama medio gritando al otro lado del auricular.
—Pues eso, que no —le digo un poco exasperada—. La verdad es que ahora mismo no puedo hablar, Luis. —Vuelvo a mirar a Lucas, que sigue pendiente de cada palabra que digo—. Pero no te preocupes, ¿vale? Estoy perfectamente.
—¿Con quién estás que no puedes hablar? —pregunta escéptico.
—Estoy con Lucas Martín, mi nuevo compañero.
¿Lucas Martín? —pregunta sorprendido—. Lucas Martín… —repite pensativo—. ¿De qué me suena?
—No sé, Luis. Habrás leído algún artículo suyo en Nature…
Hostias, ¿es tu nuevo compañero?
—Sí, Luis, y está esperando a que termine de hablar contigo para poder invitarme a un café.
Joder, Len, cómo te las gastas. Vale, vale. Ya me contarás.
—Vale, ciao.
Un beso. —Hace una pausa—. ¿Elena?
—¿Sí, Luis? —pregunto un poco impaciente.
Guapa.
Y cuelga.
Hala, como siempre ya me ha dejado con la baba colgando. Es que, de verdad, ¿¡qué he hecho yo para merecer esto!?
Grrrrrr, me gruño a mí misma por ser tan pava. Tiro el móvil en el bolso sin mucho cuidado, a sabiendas de que va a caer sobre una montañita de papeles y vuelvo a dirigir toda mi atención hacia Lucas.
—Perdona por esta interrupción —me disculpo con cara compungida.
—¿Era tu novio? —me suelta él en un exabrupto.
—¿Mi novio? —pregunto sorprendida—. ¿Quién? ¿Luis? —Me carcajeo—. No, no, qué va.
—Pero, ¿estáis liados? —insiste.
—Huy, mucho interés veo ahí por mi vida amorosa —bromeo. Levanta una ceja, impaciente, lo que me hace responder—. No, Lucas. Estoy bastante soltera por el momento. Y, como siga así, entera también… —Susurro esto último mirando de manera disimulada hacia otro lado.
—Bien —sentencia él—. Ya hemos llegado —añade mirando hacia un portal con una puerta negra muy moderna. Levanto la vista hacia arriba, observando el edificio, y veo que es una de las nuevas construcciones que han hecho a varias manzanas del hospital. Unos pisos que siempre miro con ojos golosos cuando paso por ahí con el coche. Le echo una mirada llena de odio por tener un piso de esos que yo quiero.
—¿Qué? ¿Por qué me miras así? —pregunta divertido.
—Vives en uno de los pisos que siempre he querido para mí. Ahora mismo te odio un poco.
Se ríe de mí, claramente, y niega con la cabeza.
—Anda, tonta. Pasa, que te lo enseño.
Entramos en un portal precioso. De esos minimalistas, todo blanco y con espejos. El único toque de color lo dan varios ficus en las esquinas subidos en unas mesitas plateadas. Cuanto más veo, peor me cae.
En serio.
¿Por qué un hombre puede vivir en una casa tan bonita si no la va a apreciar?




[1] Cerveza japonesa.